martes, 4 de diciembre de 2012

Vender galletas era igual a morir

Llora una madre en la sala de víctimas 


La escena era esta: sala de las víctimas de la Unidad de Justicia y Paz, cuatro filas de sillas y una pantalla para ver a un paramilitar confesar algunos de sus 'pecados'. 


Era en día más en una audiencia de versión libre en el Centro Cívico de Barranquilla. Era un día más de cubrimiento periodístico sobre los horrendos crímenes que asolaron al sur de Bolívar en la época de las AUC. Un día más en el que El Universal esperaba mi reporte sobre lo que el desmovilizado de turno revelaría. 


Alias 'el Gordo', desmovilizado de las AUC.

Pero no fue así: terminó siendo una jornada que no pudimos olvidar quienes ahí estuvimos. Me senté en una silla plástica con la parsimonia de esas mañanas laborales atravesadas por la rutina, y asumo que también lo era para la sicóloga y tres abogados de la personería, de esos a los que les pagan poco y tienen decenas de carpetas con nombres de muertos cuyos familiares insisten en buscar justicia con más resignación que convicción. 

Alias ‘el Gordo’, quien estaba en una sala contigua, se veía en la imagen con un micrófono en la mano, una botella de agua a la derecha y la libreta de apuntes al frente. Comenzó a enumerar los muertos que pasaron por sus manos en el municipio de El Carmen de Bolívar en el año 2000. De un momento a otro mencionó un nombre más en la lista, un muchacho que vendía galletas en los buses de El Carmen, y agregó sin aspavientos que lo habían matado porque la orden del estado mayor de las AUC era eliminar a todos los que vendieran galletas, tal vez porque sobre uno de ellos se cernía la sospecha de ser un supuesto informante o auxiliador de la guerrilla.

En ese instante, desde la última fila de sillas de aquella sala, se escuchó grito, un quejido de madre, una exhalación de dolor, un lamento que llenó el recinto y nos cortó el aliento a todos. Una mujer gritaba una y otra vez ¿por qué, por qué?, si él no se había metido con ellos, si ese era su hijo lindo. Rabiaba preguntándose que cómo lo iba a encontrar durante estos 10 años de búsqueda inútil y dolorosa si se lo habían matado y arrojado al río, que él se había ganado una beca para estudiar una carrera técnica en Sincelejo, y que vendía galletas para completar el dinero para irse. Que no había tenido vida en todo este tiempo, que ese era su único hijo. 

Nadie tuvo la valentía de girar para verle la cara. Lloraba y hablaba y ya no se le entendía nada, era un balbuceo infantil y aterrador, su hijo estaba muerto y ella recién se enteraba. La sesión se suspendió. Entonces vi agachar la cabeza y secarse las lágrimas a los tres abogados y a la sicóloga. Luego me sequé las mías y jugué con el bolígrafo sin poder usarlo para escribir nada más. 

Esa mujer, que perdió a su único hijo por una orden genérica, impersonal, vivió el trance más demoledor de su vida en un salón donde nadie le pudo dar ni consuelo ni justicia. Al que llegó en bus desde su pueblo a ver a uno de los verdugos de su muchacho, y del que se tuvo que ir sola con más dolor del que vino. Al día siguiente la nota salió publicada, escueta, pura anécdota, porque los periodistas no somos jueces, ni alivio podemos brindar, pero lo que sí podemos hacer es evitar que estas cosas caigan en el olvido. Por eso hoy desenterré este mal recuerdo. 

Jorge Mario Erazo


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