domingo, 28 de junio de 2015

Joel Dicker y La verdad sobre el caso Harry Quebert: una crítica

La verdad sobre Joel Dicker, Haruki Murakami y otros

El bestseller del autor suizo fue una de las sorpresas editoriales del año.

Aquí va mi reseña sobre seis libros leídos en 2014. Sólo dos de ellos fueron publicados en ese año: el 1 y el 2. Curiosamente predomina la novela ‘negra’.

La verdad sobre el caso Harry Quebert 
(Joel Dicker)


Es como tener una película de Hollywood encuadernada en las manos, lo cual, en este caso, no es una afirmación del todo despectiva. Vibrante por el curso de los acontecimientos y porque acierta con personajes que ocultan secretos retorcidos, como el medio monstruo de Luther Caleb y sus aficiones. 

El cariz peliculero de la trama es lo que hace que la historia enganche, que se vuelva una bebida que sorbo a sorbo invita a tomársela toda en un solo trago. De todos modos hay clichés norteamericanos en algunos personajes que, si bien no desentonan, dan la impresión de que salieran de cualquiera de esas películas que programan los canales nacionales un lunes festivo cualquiera.

Con recursos eficaces que no permiten el abandono, la historia atenaza a lector dándole pequeñas carnadas en cada capítulo sin ahondar en profundidades filosóficas –al fin y al cabo es mainstream en su más pura esencia-. Son del tipo de libros que los intelectuales fustigan sin tregua pero que disfrutan leyendo sin admitirlo, como sí lo hicieron los millones de mortales que lo compraron en 2014 convirtiéndolo en un bestseller y lanzando a la fama a Joel Dicker.

La reconstrucción de la secuencia del crimen, las múltiples posibilidades, los falsos culpables que la historia va sugiriendo para confundir al lector, son rasgos característicos de la novela ‘negra’, y aquí están presentes. Es una buena historia para quienes gustan deshilar una madeja para encontrarse al final con un culpable que tal vez no se esperaban.

Travesías por La Tierra del Olvido 
(Universidad Javeriana)


Sorprende gratamente el rigor investigativo y el carácter científico de los textos sobre la obra de Carlos Vives, artista a quien decenas de críticos musicales insisten en restarle importancia como uno de los constructores de la identidad colombiana contemporánea. Fueron cuatro investigadores de la Universidad Javeriana quienes se dedicaron durante tres años a desentrañar todo lo que rodeó la creación de álbumes como Clásicos de Provincia y La tierra del olvido, los cuales cambiaron la industria discográfica del país.

Hay datos históricos sobre la radio colombiana, la situación de Colombia a principios de los noventas; se da un vistazo a la televisión nuestra y, por supuesto, se profundiza en las lógicas musicales y antropológicas que dieron como resultado el sonido de Vives y La Provincia, como las circunstancias que rodearon la inclusión de la gaita y la batería en Clásicos de la Provincia.

El libro termina siendo la confirmación del aporte del samario a la colombianidad de finales del siglo pasado, con todo lo que eso significa. Es un respetuoso y pertinente trabajo de arqueología musical que sienta un precedente para que más investigadores se adentren en el estudio de más fenómenos populares e históricos del país.​

Tokio Blues 
(Haruki Murakami)


Un sorbo de la melancolía japonesa. Un libro de prosa pausada, muy útil si usted quiere echarle un vistazo al sosiego genético de los japoneses. Y a la soledad. Todos parecen vivir solos, aunque técnicamente no lo estén.

Murakami era para mí una incógnita a pesar de que cada año más y más críticos lo postulaban al Nobel. La curiosidad me llevó a este libro, del cual me dicen es su obra más vendida hasta ahora. Es una historia sencilla de un hombre que comienza a recordar sus épocas en la universidad. El suicidio, tan presente en la vida de los habitantes de ese país, es una posibilidad latente para solucionar la carga de existir, muy pesada para ellos. Frases cortas, escenas memorables como en la que están en una azotea tocando guitarra mientras ven la columna de humo que emana de un incendio cercano, hacen de Tokio Blues un verdadero blues: melancólico y bello.

Temporal 
(Tomás González)


Tomás González se consagró con La luz difícil y dio un paso más firme en su carrera con esta novela escenificada en las playas de Tolú en medio de una faena de pesca que de por sí es otra tormenta, igual de borrascosa como la que tienen enfrente el padre y los mellizos.

Sin artificios ni pirotecnia en el tono, González despliega toda su vena poética en el otro escenario narrativo de la novela: la demencia de la madre y los personajes irreales –¿son irreales?- que la atormentan, quizá los pasajes que más me sorprendieron por la versatilidad de recursos.

La historia sirve, también, para ver las diferencias entre lo antioqueño y lo costeño y la mixtura entre ambos, que a veces se da en zonas como el golfo de Morrosquillo.

Pasado perfecto 
(Leonardo Padura)


Si usted le gusta la novela ‘negra’ pero siente muy ajenos los paisajes gélidos de Stieg Larsson, con sus inviernos largos y personajes más fríos que los caminos en los que aparecen sus cadáveres, lea a Leonardo Padura, el cubano. Con mulatas cuyo contoneo de caderas hace estremecer las calles de La Habana, partidos de béisbol transmitidos por radio y el trasfondo nostálgico de la isla, Padura pone sobre el tapete una desaparición que lleva al detective Mario Conde a encontrarse con viejos fantasmas de su pasado, época con la que tiene que saldar deudas.

Esta novela de criminales recuerda a la mejor literatura del Caribe por la sonoridad de sus líneas. Aquí también es importante cómo se dice lo que se dice. Y de ahí viene el placer que se siente al leerla. Ojalá tuviera 100 páginas más.

Días de combate 
(Paco Ignacio Taibo II)


Después de terminar de leerla supe que era el primer libro del ya legendario escritor de novela ‘negra’ Paco Ignacio Taibo II. Y eso explicó muchas cosas. La historia tiene buenos personajes, pero la trama es difusa, hay cosas –demasiadas- que pasan porque sí. Resultan atractivas las atmósferas que logra el escritor mexicano, pero hay un detalle que fundamental: aquí los buenos terminan siendo personajes más interesantes que los malos. Y eso nunca es bueno.

sábado, 27 de junio de 2015

'Bazuquita': dos hijos en medio de la 'traba'



“No soy Bazuquita, soy Maribel”

La indigente más famosa de la calle 72 le gana la batalla a las adicciones y a toda una vida de dolor, muerte y tragedia. Dice estar orgullosa de su rehabilitación y no quiere volver a los andenes.

'Bazuquita' era parte del paisaje de la calle 72. Esta imagen es de 2007.

I

Una madrugada cualquiera 'Bazuquita' dejó un reguero de sangre mientras paría a su hijo en la calle. Cuando sentía que llegaba la hora ella misma se echó contra una pared, como lo hacen las perras y comenzó su trabajo de parto.

No era precisamente una sala de neonatos la esquina de la calle 72 con la carrera 47, pero las lámparas del alumbrado público se convirtieron en los reflectores de un quirófano; no había ginecólogos ni enfermeras, pero estaban Alexander, su hermano, conocido en el mundo de la indigencia como 'Bazuquito'; y 'Camión', un embolador de los alrededores de la 72. No había letreros donde dijera 'Silencio' o 'Cirugía', pero estaba el cartel luminoso de Jeans Wear.

Ante los ojos de Alexander y 'Camión', la misma Bazuquita, quizá llevada por el instinto de una madre que después de pujar y pujar por fin ve a su cría bañada en sangre y líquido amniótico, le arrancó a su hijo el cordón umbilical de un solo tirón, como cuando se hala una cuerda para romperla por el otro extremo. De un solo golpe, como todo en la vida de 'Bazu­quita', el niño quedó desprendido para siempre de su madre. Lloró más de la cuenta y eso quería decir que estaba vivo, más sano de lo que se podría esperar teniendo en cuenta las circunstancias de su gestación.

Así vino al mundo el hijo de esta mujer, ¿y de qué otra forma podía nacer?, si ella anduvo los nueve meses por las calles cargando con dificultad el globo en que se le convirtió el vientre, por ahí por el estadio Romelio Martínez, por el almacén Ley y por el coliseo Elías Chegwin.

Entre la pugna por sobrevivir y las ‘trabas’ co­tidianas ni siquiera había pensado en ponerle un nombre a ese niño que crecía en sus entrañas, al que alimentaba a punta de pegante, bazuco, desperdicios y licor. La criatura nacería a las 36 semanas de gestación pesando 1.700 gramos y midiendo 40 centímetros. Pero todo fue un destello, recuerdos confusos, imágenes que se superponen: el parto, el bebé, la ambulancia que llegó más tarde, el hospital, su hermano llorando… Todo aquello ocurrió en 2007. Después de que la atendieron en el hospital Barranquilla volvió a su vida normal, otra vez en la calle, tirada en este andén o en aquél, allá junto al poste de la luz o en las bancas del parque Suri Salcedo, donde cabía completica cuando se acostaba a dormir. En esa época articulaba las palabras con dificultad:

-¿Te acuerdas del niño?
-Me lo quitaron.
-¿Te hace falta?
-No.
-¿Es el primer niño que tienes?
-No, tuve una ‘pelaíta’.
-Y, ¿qué pasó con ella?
-Se la llevó la ricachona.
-¿Y te dejó plata?
-No. Se la llevó.

Su nombre es Maribel, pero no sabe su edad.



















Ante una desprevenida pregunta que buscaba averiguar sobre la vida de su hermano Alexander o Bazuquito, ella soltó una aterradora narración que quizá ilustre eso de que la familia se defiende con sangre: A mi hermano le pegaron dos tiros en la cabeza... Yo le salvé la vida: le di machete al celador que disparó. Me dieron 200 por el revólver, a ese man lo llevaron al Hospital Universitario. Los 200 me los metí con mi marido en Puerto Colombia”, dice, y a continuación se ríe socarronamente, como si nada, mostrando el hueco donde debía tener un diente frontal. “Y, ¿por qué el celador le disparó a tu hermano?”, pregunté. “Porque es un hijueputa”, contestó.

Su vida la envuelve una telaraña de historias con tinte de leyenda. Dicen que su madre, Verónica, a quien apodaban ‘La parcera’, fue asesinada a tiros cuando ella y Alexander eran niños. Desde entonces comenzaron a vagar por la 72 o en Las Colmenas del mercado público, que es el universo donde se movía su hermano. Por esos recovecos  amenazaba con dos peñones a quienes se burlaban de él.

De pronto se le ocurre mostrarme una herida de bala en su pierna izquierda y cuenta que fue en Bogotá, que de allá se vino en avión “con un man” y que el tiro se lo dieron después de “clavarla por el chiquito”, y vuelve a reírse.

Nació en Barrancabermeja y se llama Maribel Gutiérrez, como la reina del Atlántico que se convirtió en Miss Co­lombia. Ni ella misma recuerda su edad: “Tengo 25 años”, bromea, y se ríe mostrando otra vez el hueco de su dentadura, amarillenta y carcomida. Entonces pasa un transeúnte y al verme conver­sar con ella grita: “¡Te la regalooo… viene con su botellita de pegante incluida!”. Y Bazuquita se ríe y estira la mano para pedirle limosna.

Parto en la calle

De aquella niña que tuvo primero nadie se acuerda. Es un episodio que se pierde en los vericuetos de la memoria de los vendedores estacionarios apostados en los alrededores del parque Suri Salcedo. Ni ella misma recuerda ya los pormenores de aquel suceso.

En aquella madrugada de 2007, en la que tuvo a su segundo hijo, una ambulancia llegó por ella cuando ya lo cargaba en brazos. Después la llevarían al Hospital General de Ba­rranquilla. Al principio se dijo que el papá era un taxista al que apodaban ‘Chancletica’, pero ella misma aclaró que no, que es un vendedor de arepas de la zona donde siempre permaneció. Cuatro mil pesos le dejaba el amante furtivo a Bazuquita después de cada noche de sexo con ella en las bancas del parque o en los rincones de un parqueadero o en cualquier recoveco oscuro que brindara la dosis exacta de clandestinidad.

Los momentos que vivió después de parir a la criatura en el hospital fueron angustiantes, según lo cuentan los periodistas de la fuente policial que ese día hacían su recorrido habitual buscando historias de heridos en riñas: “¡No, no me lo quiten, yo lo cuido!”, decía con lágrimas en los ojos cuando una enfermera se lo llevaba. No debe ser poca cosa escuchar los gritos de una madre en el pabellón de un hospital pidiendo que no le arrebaten al niño que acaba de tener, a pesar de que sea una indigente que no tiene nada. Que no le importa a nadie. Su hermano Alexander también apareció ese día en el hospital y el encuentro entre los dos fue dramático: se abrazaron mientras ambos lloraban y él se quitó la camisa para ofrecérsela porque la vio semidesnuda. Le ofreció comida, la mimaba como si fuera una niña, la besó como lo hace un padre. Cuando se encontró a los médicos les pidió que por favor no le quitaran el niño a su hermana, tal vez queriendo librar una batalla perdida por la dignidad, por cambiar el hecho de no tener nada, de demostrar, ingenuamente, que son personas que se pueden hacer cargo de un recién nacido. “Se va a llamar John Maribel Jean. John, como yo; Maribel, como la mamá y Jean porque dormimos y nos dan comida en ese almacén (Jeans Wear)”, decía ‘Bazuquito’ ese día, eufórico, hablando tan rápido que poco se le entendía. “¿Y cómo lo van a cuidar?”, les preguntó alguien. “Ella lo carga… ella lo carga y yo busco comida”, respondió el tío.


Y luego lloraron, derrotados, como quien sabe que acaba de hacer un esfuerzo inútil. Al niño le practicaron todos los exámenes médicos y luego el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar tomó posesión de él. Ni Bazuquita ni su hermano lo volvieron a ver.

Epílogo


A principio de 2012 llegó arrastrándose y todos los que la vieron la reconocieron de inmediato: era ‘Bazuquita’. Hoy, tres años después, no hay nada que le cause más orgullo a Luisa Mora, la coordinadora del programa del Habitante de la Calle del Distrito, que hablar de Maribel Gutiérrez, la misma por la que nadie daba un peso y que ahora es el símbolo de esta iniciativa.

Maribel, en el Hogar de Paso. Foto: Oscar Berrocal.
Tiene 45 años, pero no mide más de un metro y medio. Lo que no tiene en estatura lo compensa con ocurrencias, risas y movimientos graciosos. Muestra un bolso y un collar que le regalaron mientras saluda con afecto a Luisa.

“Mi hermano me hace falta. Él era el mayor. Lloraba por mí, me llevaba jugo, papas”, cuenta con rostro de pesar. Alexander murió el 12 de septiembre de 2012 en la puerta del hospital Barranquilla por una infección en las hemorroides.

Su nueva etapa en el Hogar de Paso del Distrito comenzó con tropiezos. Alguien la llevó en grave estado de salud, pero regresó a la calle. En el segundo intento, Luisa, la coordinadora del programa, se esmeró en mantenerla dentro de la institución y se encontró con una Maribel rebelde que rechazaba dormir en la cama y bañarse. Se tiraba en el piso. 

Cuando pasó el síndrome de abstinencia cedió un poco y permitió que un equipo de fisioterapeutas de la Secretaría de Salud le ayudara a volver a caminar. Las heridas de un accidente le impedían ponerse en pie. “Me atropelló un carro porque yo cruzaba la calle ‘engomada’”, recuerda. Todavía le hacen terapias en la piscina olímpica para que su movilidad vuelva a ser normal.

Piscólogos y trabajadoras sociales acompañan la recuperación de Maribel, quien está lúcida y activa. Mientras atendía la entrevista para este artículo recibió de la coordinadora del programa una noticia que le hizo sacar una sonrisa: le consiguieron un trabajo en una empresa de juegos didácticos. Se ríe y agradece, aunque aclara que ella sabe lavar, y que también se puede dedicar a eso.

Su rutina en el Hogar de Paso consiste en recibir ayuda para su rehabilitación y salir de vez en cuando a cine o a la calle 72, donde todos la recuerdan con agrado y conversan con ella. Cuando camina por esa zona, los alrededores del parque Suri Salcedo, se siente orgullosa de su cambio. Repite que está mejor y que no se va del Hogar porque “están matando gente por la calle”.

Su única meta es vivir, por eso Maribel Gutiérrez promete que no volverá a ser ‘Bazuquita’.



Jorge Mario Erazo